miércoles, 1 de diciembre de 2010

¿POR QUÉ SOY LIBERAL?

Quiero hablar un poco sobre el sentido de la militancia liberal. sobre el sentido del ser liberal, de esta lucha desde las trincheras del Partido Liberal.

Sin temor a equivocarme, soy liberal y así lo siento, no como un concepto de militancia ciega sino por el profundo significado filosófico e histórico que entraña. La libertad como fundamento, el respeto por la diferencia, la inclusión, la búsqueda de condiciones de existencia dignas para nuestra sociedad, el anhelo sincero de un mundo mejor, más justo, más digno, más amable, la conciencia de que si profundizamos en la democracia real, tendremos un horizonte más despejado hacia la conquista de estos nobles ideales.

Democracia real, profunda, con todo lo que ello implica. Democracia que no se quede en el ejercicio electoral ni en el discurso ni en la forma. Democracia que reivindique la participación de manera tal que las comunidades organizadas a través de sus organizaciones sociales cualifiquen los liderazgos que tendrán su vocería en las corporaciones públicas y en el ejercicio del gobierno local, regional y nacional propiamente dicho.

Democracia que reivindique un ejercicio del gobierno en el que las políticas públicas trasciendan el discurso promesero y con total transparencia se asuma la solución de los problemas que afronta la realidad social que se busca intervenir, en un diálogo constante con la base social, la comunidad organizada, desde el diagnóstico, la planeación y la ejecución de las propuestas de gobierno.

Democracia real que atienda las necesidades de las comunidades y que las convierta en protagonistas de sus propias soluciones, con apoyo decidido que a su vez supere el paternalismo enfermizo que castra en las gentes sus posibilidades de desarrollo y les niega dignidad. Soy liberal porque creo en el ser humano, en sus posibilidades para que reunidos superemos los azares del presente y les entreguemos a quienes vendrán luego, un mundo más justo, más digno, más amable, y así regreso al comienzo de mi disertación.

Soy liberal porque creo que debemos fortalecer la participación desde las organizaciones sociales para que desde allí se formen individuos honestos, solidarios y sensibles ante el dolor humano. Soy liberal porque creo que el futuro tendrá que ser mejor, con un ejercicio consecuente del poder político, consecuente con nuestras sociedades y con el planeta mismo.

Soy liberal para fortalecer en la democracia el respeto por los derechos humanos, derechos que parten del respeto a la Vida, se proyectan en brindar condiciones de dignidad a su ejercicio y luego relacionan nuestra frágil existencia humana con el entorno en el respeto de los derechos colectivos.

Nuevos retos, nuevos desafíos son los que alumbran hoy nuestro camino y nos muestran que en el contexto de un mundo interconectado por los adelantos asombrosos de las nuevas tecnologías, debemos recuperar el sentido de humanidad, un nuevo renacimiento. De otra manera la tarea milenaria de quienes nos precedieron en el tiempo será vana.

Por todo ello, por la rica historia construida por nuestro Partido en Colombia en momentos coyunturales para el país, soy liberal.

sábado, 16 de octubre de 2010

LA POLÍTICA POR CONVICCIÓN O POLITIQUERÍA POR CONVENIENCIA

Me quedé pensando con cierta preocupación sobre los honorarios que el Partido Verde terminó pagándole al entonces candidato a la vicepresidencia por dicha organización, Sergio Fajardo Valderrama. El nombre es ese: honorarios y de hecho la gente del PV no ha buscado palabras distintas para presentarlos. Incluso, pareciera que en aras de mantener la coherencia con el discurso (o de tirar el "aventón" que les permitiera recuperar parte de la "inversión" hecha en campaña), se hubiesen entregado los contratos suscritos con el candidato a la vicepresidencia para que fuesen reconocidos y cubiertos con los dineros de la reposición legal, con el resultado fallido que todos ya conocemos.


Frente a lo planteado, hay un debate que se abre y que señala desde algunas columnas de prensa que se hizo lo correcto, que es un paso que busca garantizar la independencia de los candidatos en procesos electorales frente a la financiación por parte de grupos económicos y en general evitar desde las campañas prácticas corruptas que luego se materializan en el eventual ejercicio del poder. Esa podría ser una explicación válida, pero, con seguridad, no es seria, ni tampoco honesta, así no sea ilegal.
Frente a los principios de la ética, ante la decisión de actuar bien o actuar mal, no hay términos medios. El hombre siempre está ante ese dilema que dirige su accionar a lo largo de la vida, de acuerdo con sus convicciones. Se obra finalmente, en uno u otro sentido, porque al tomarse la decisión, el individuo cree en lo que hace. Son sus principios, su criterio, su visión del mundo, su formación, elementos que alumbran la decisión tomada. Si el ejercicio mental previo sobre conveniencias e inconveniencias en una toma de decisión específica se hace con el sólido criterio de toda una vida signada por la praxis ética, con toda seguridad el resultado de ese accionar será bueno para quien así actúa y su reflejo e incidencia en la sociedad será también benéfico y así lo sentirán y valorarán los demás asociados.


Muchos ciudadanos vieron con esperanza la conformación de una "llave" a la Presidencia de la República en la que se reunían las convicciones y principios de dos hombres que han predicado en su ejercicio de la vida pública la transparencia como guía de sus acciones. Que los recursos públicos son sagrados, que no puede haber atajos, que se debe proscribir el "todo vale" de la función pública, que los votos no se compran, ni tampoco los apoyos, que yo vine porque quise y no porque me pagaron... fueron frases surgidas de una forma de hacer política que si bien en su enfoque de aplicación filosófica se mostró endeble, desde la intención como tal parecía que se avalaba en el ejercicio honesto de la política. Que desde el punto de vista ideológico los dueños de esta praxis se muestren indecisos, en cómodos lugares intermedios, no puede ser elemento para descalificar sus buenas intenciones.
Ahora, vamos al punto concreto. ¿Si la política se hace por convicción cómo puede sostenerse sobre la base de un contrato? Se supone que un individuo se matricula en un partido político, en un movimiento, en una organización, porque cree en ese partido, en ese movimiento, en esa organización. Considera que la realidad social de su país, de su departamento, de su municipio, puede ser intervenida con éxito a través de la materialización de las ideas que propugna el partido en el que se cree. Asume ese ciudadano que sus convicciones encajan casi a la perfección con los lineamientos filosóficos e ideológicos que defiende el partido. Entonces, ingresa, se hace miembro, participa activamente con el entusiasmo del que está convencido de lo justo de su causa. Sus ideas enriquecen las propuestas, la manera de hacer la política y la forma de llegarles a los demás ciudadanos. El Partido o movimiento recibe un significativo aporte del ciudadano que llega, mientras ese ciudadano siente que con su presencia enriquece y fortalece la opción política en la que cree y en relación con la cual está convencido se puede hacer algo para mejorar un poco o mucho la sociedad a la que pertenece.


Es la política por convicción: creo en unas ideas y trabajo por ellas. Ese ejercicio es placentero porque el discurso surge como emanación de principios íntimos que están en armonía con principios y valores universales. Cuando se defienden ideas por convicción, no hay que hacer esfuerzo alguno, surgen las palabras con toda la fuerza del que habla sincera y honestamente porque cree en lo que dice, no en actitud ciega y enfermiza, sino con la convicción informada, llena de argumentos, frente a la situación social que enfrenta, para intervenirla, para dirigir acciones que serán solución efectiva a problemáticas de muchos años. Es, así descrito, un científico de la política.


Bajo ese presupuesto, un ciudadano común y corriente hubiese pensado que Fajardo no necesitaba firmar ningún contrato, sino que bastaba con su adhesión sincera y honesta a unas ideas proclamadas por los Verdes en las que uno supone, Fajardo cree y por eso aceptó ser fórmula vicepresidencial para salir a la plaza pública a lo largo y ancho del país, a defenderlas con la convicción que surge espontánea cuando se abraza una causa en la que se tiene confianza plena.
Así mismo, con ese mismo entusiasmo, imagina uno que Fajardo llegó pleno de ideas que iban a enriquecer la propuesta programática del Partido Verde. De hecho se dice que los titubeos para definir la adhesión estuvieron en ese plano, en el de las ideas y programas de la colectividad recién llegada al escenario político del país.
Por todo ello la ciudadanía, en un momento inicial de entusiasmo, comulgó decidida con la visión que ofrecían los Verdes. En un primer momento la propuesta se hizo novedosa y encontró eco principalmente en columnas de prensa para extenderse a través de internet a millones de jóvenes en el país que colmaron plazas, calles y cualquier espacio en el que convocaran Mockus y Fajardo.


Entonces no se entiende ahora que Fajardo debiese recibir honorarios por militar en un Partido en el que se supone cree, en el que se afirmaría que está por convicción y porque comulga con su ideario. Y que su aporte para enriquecer el programa se entregó con entusiasmo, desprevenidamente y sin ponerle precio. Pero resulta que también las ideas que llegaron con el ex-alcalde de Medellín fueron objeto de un contrato y se les puso un valor específico. Como quien contrata un asesor, un experto, para que haga un estudio o ayude a delinear un Plan de Desarrollo de una entidad territorial, o siente las bases del Plan de Ordenamiento Territorial de un municipio cualquiera de Colombia.


En este caso se suponía que había convicción y comunión de ideas. Pero la política devino en un contrato que ligó al partido con el estilizado nuevo militante. Nada fue gratis, ni la convicción, ni el entusiasmo, ni el aporte programático. Todo se cobró y a un precio que no resulta despreciable (por lo menos desde la perspectiva de mi bolsillo).


Porque también se supone que el Partido buscó fuentes de financiación y que tuvo aportes de otros ciudadanos que al sentir que comulgaban con su causa decidieron apoyarlo económicamente. Ahí deben estar las cuentas que reportan esa situación. Fruto de ese proceso debió surgir la estabilidad económica de los Verdes para salir a recorrer el país y dar a conocer su propuesta. No se entiende entonces que un nuevo militante, que al ostentar la dignidad de candidato a la vicepresidencia carga una responsabilidad especial que sólo supera aquel que aspira a la Presidencia, deba recibir honorarios por pertenecer, por militar, por creer, por proclamar ideas, por afirmar en la plaza pública, por la convicción ante los principios. El contrato queda para el asesor externo, el experto en publicidad o en mercadeo, pero no para ese militante especial que llegó a enriquecer las ideas y la propuesta en la que se supone creía.


No será esta la forma de derrotar las deficiencias que tiene nuestro sistema electoral. Se sentaría un nefasto precedente que la militancia cualificada tenga precio y que contar con un candidato "estrella" se tenga que pagar a un alto precio sustentado en un contrato o en cualquier forma de compromiso.
Hemos de trabajar todos por la financiación estatal de las campañas, a fin de que se garanticen la transparencia y la participación política. Pero sentar reglas de participación que obligue a los partidos o movimientos a suscribir y efectivamente pagar contratos o acuerdos con sus candidatos, prácticamente arrasará con nuestra pobre democracia. ¿Cuál organización podría pagar mejor los servicios del candidato que está en la espuma de los porcentajes de las encuestas? ¿Cómo se mide dicho criterio para establecer las reglas que le den forma a un valor "justo"? Sería el acabose.


Así no se predica la transparencia y así tampoco se podrá transformar nunca para bien este país. Y si este actuar no deviene ilegal, sí genera reatos de conciencia. Es entonces cuando la ética y los principios, la visión del mundo, la percepción de la sociedad que se sueña, la formación de tantos años, todo eso reunido alumbra el accionar del individuo y le recuerda que ante la sospecha de un actuar indebido es preciso detenerse a tiempo. Porque traicionar las convicciones es arrasar con uno mismo

miércoles, 15 de septiembre de 2010

LA INJUSTICIA GLOBALIZADA: JOSÉ SARAMAGO EN ARGENPRESS

jueves 12 de agosto de 2010

La injusticia globalizada

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José Saramago

Comenzaré por contar en brevísimas palabras un hecho notable de la vida rural ocurrido en una aldea de los alrededores de Florencia hace más de cuatrocientos años. Me permito solicitar toda su atención para este importante acontecimiento histórico porque, al contrario de lo habitual, la moraleja que se puede extraer del episodio no tendrá que esperar al final del relato; no tardará nada en saltar a la vista.

Estaban los habitantes en sus casas o trabajando los cultivos, entregado cada uno a sus quehaceres y cuidados, cuando de súbito se oyó sonar la campana de la iglesia. En aquellos píos tiempos (hablamos de algo sucedido en el siglo XVI), las campanas tocaban varias veces a lo largo del día, y por ese lado no debería haber motivo de extrañeza, pero aquella campana tocaba melancólicamente a muerto, y eso sí era sorprendente, puesto que no constaba que alguien de la aldea se encontrase a punto de fenecer. Salieron por lo tanto las mujeres a la calle, se juntaron los niños, dejaron los hombres sus trabajos y menesteres, y en poco tiempo estaban todos congregados en el atrio de la iglesia, a la espera de que les dijesen por quién deberían llorar. La campana siguió sonando unos minutos más, y finalmente calló. Instantes después se abría la puerta y un campesino aparecía en el umbral.

Pero, no siendo éste el hombre encargado de tocar habitualmente la campana, se comprende que los vecinos le preguntasen dónde se encontraba el campanero y quién era el muerto. ‘El campanero no está aquí, soy yo quien ha hecho sonar la campana’, fue la respuesta del campesino. ‘Pero, entonces, ¿no ha muerto nadie?’, replicaron los vecinos, y el campesino respondió: ‘Nadie que tuviese nombre y figura de persona; he tocado a muerto por la Justicia , porque la Justicia está muerta’.

¿Qué había sucedido? Sucedió que el rico señor del lugar (algún conde o marqués sin escrúpulos) andaba desde hacía tiempo cambiando de sitio los mojones de las lindes de sus tierras, metiéndolos en la pequeña parcela del campesino, que con cada avance se reducía más. El perjudicado empezó por protestar y reclamar, después imploró compasión, y finalmente resolvió quejarse a las autoridades y acogerse a la protección de la justicia.

Todo sin resultado; la expoliación continuó. Entonces, desesperado, decidió anunciar urbi et orbi (una aldea tiene el tamaño exacto del mundo para quien siempre ha vivido en ella) la muerte de la Justicia. Tal vez pensase que su gesto de exaltada indignación lograría conmover y hacer sonar todas las campanas del universo, sin diferencia de razas, credos y costumbres, que todas ellas, sin excepción, lo acompañarían en el toque a difuntos por la muerte de la Justicia , y no callarían hasta que fuese resucitada. Un clamor tal que volara de casa en casa, de ciudad en ciudad, saltando por encima de las fronteras, lanzando puentes sonoros sobre ríos y mares, por fuerza tendría que despertar al mundo adormecido… No sé lo que sucedió después, no sé si el brazo popular acudió a ayudar al campesino a volver a poner los lindes en su sitio, o si los vecinos, una vez declarada difunta la Justicia , volvieron resignados, cabizbajos y con el alma rendida, a la triste vida de todos los días.

Es bien cierto que la Historia nunca nos lo cuenta todo.

Supongo que ésta ha sido la única vez, en cualquier parte del mundo, en que una campana, una inerte campana de bronce, después de tanto tocar por la muerte de seres humanos, lloró la muerte de la Justicia. Nunca más ha vuelto a oírse aquel fúnebre sonido de la aldea de Florencia, mas la Justicia siguió y sigue muriendo todos los días. Ahora mismo, en este instante en que les hablo, lejos o aquí al lado, a la puerta de nuestra casa, alguien la está matando.

Cada vez que muere, es como si al final nunca hubiese existido para aquellos que habían confiado en ella, para aquellos que esperaban de ella lo que todos tenemos derecho a esperar de la Justicia : justicia, simplemente justicia. No la que se envuelve en túnicas de teatro y nos confunde con flores de vana retórica judicial, no la que permitió que le vendasen los ojos y maleasen las pesas de la balanza, no la de la espada que siempre corta más hacia un lado que hacia otro, sino una justicia pedestre, una justicia compañera cotidiana de los hombres, una justicia para la cual lo justo sería el sinónimo más exacto y riguroso de lo ético, una justicia que llegase a ser tan indispensable para la felicidad del espíritu como indispensable para la vida es el alimento del cuerpo.

Una justicia ejercida por los tribunales, sin duda, siempre que a ellos los determinase la ley, mas también, y sobre todo, una justicia que fuese emanación espontánea de la propia sociedad en acción, una justicia en la que se manifestase, como ineludible imperativo moral, el respeto por el derecho a ser que asiste a cada ser humano. Pero las campanas, felizmente, no doblaban sólo para llorar a los que morían. Doblaban también para señalar las horas del día y de la noche, para llamar a la fiesta o a la devoción a los creyentes, y hubo un tiempo, en este caso no tan distante, en el que su toque a rebato era el que convocaba al pueblo para acudir a las catástrofes, a las inundaciones y a los incendios, a los desastres, a cualquier peligro que amenazase a la comunidad. Hoy, el papel social de las campanas se ve limitado al cumplimiento de las obligaciones rituales y el gesto iluminado del campesino de Florencia se vería como la obra desatinada de un loco o, peor aún, como simple caso policial.

Otras y distintas son las campanas que hoy defienden y afirman, por fin, la posibilidad de implantar en el mundo aquella justicia compañera de los hombres, aquella justicia que es condición para la felicidad del espíritu y hasta, por sorprendente que pueda parecernos, condición para el propio alimento del cuerpo. Si hubiese esa justicia, ni un solo ser humano más moriría de hambre o de tantas dolencias incurables para unos y no para otros. Si hubiese esa justicia, la existencia no sería, para más de la mitad de la humanidad, la condenación terrible que objetivamente ha sido. Esas campanas nuevas cuya voz se extiende, cada vez más fuerte, por todo el mundo, son los múltiples movimientos de resistencia y acción social que pugnan por el establecimiento de una nueva justicia distributiva y conmutativa que todos los seres humanos puedan llegar a reconocer como intrínsecamente suya; una justicia protegida por la libertad y el derecho, no por ninguna de sus negaciones. He dicho que para esa justicia disponemos ya de un código de aplicación práctica al alcance de cualquier comprensión, y que ese código se encuentra consignado desde hace cincuenta años en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aquellos treinta derechos básicos y esenciales de los que hoy sólo se habla vagamente, cuando no se silencian sistemáticamente, más desprestigiados y mancillados hoy en día de lo que estuvieran, hace cuatrocientos años, la propiedad y la libertad del campesino de Florencia. Y también he dicho que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tal y como está redactada, y sin necesidad de alterar siquiera una coma, podría sustituir con creces, en lo que respecta a la rectitud de principios y a la claridad de objetivos, a los programas de todos los partidos políticos del mundo, expresamente a los de la denominada izquierda, anquilosados en fórmulas caducas, ajenos o impotentes para plantar cara a la brutal realidad del mundo actual, que cierran los ojos a las ya evidentes y temibles amenazas que el futuro prepara contra aquella dignidad racional y sensible que imaginábamos que era la aspiración suprema de los seres humanos. Añadiré que las mismas razones que me llevan a referirme en estos términos a los partidos políticos en general, las aplico igualmente a los sindicatos locales y, en consecuencia, al movimiento sindical internacional en su conjunto. De un modo consciente o inconsciente, el dócil y burocratizado sindicalismo que hoy nos queda es, en gran parte, responsable del adormecimiento social resultante del proceso de globalización económica en marcha. No me alegra decirlo, mas no podría callarlo. Y, también, si me autorizan a añadir algo de mi cosecha particular a las fábulas de La Fontaine , diré entonces que, si no intervenimos a tiempo -es decir, ya- el ratón de los derechos humanos acabará por ser devorado implacablemente por el gato de la globalización económica.

¿Y la democracia, ese milenario invento de unos atenienses ingenuos para quienes significaba, en las circunstancias sociales y políticas concretas del momento, y según la expresión consagrada, un Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo? Oigo muchas veces razonar a personas sinceras, y de buena fe comprobada, y a otras que tienen interés por simular esa apariencia de bondad, que, a pesar de ser una evidencia irrefutable la situación de catástrofe en que se encuentra la mayor parte del planeta, será precisamente en el marco de un sistema democrático general como más probabilidades tendremos de llegara la consecución plena o al menos satisfactoria de los derechos humanos. Nada más cierto, con la condición de que el sistema de gobierno y de gestión de la sociedad al que actualmente llamamos democracia fuese efectivamente democrático. Y no lo es.

Es verdad que podemos votar, es verdad que podemos, por delegación de la partícula de soberanía que se nos reconoce como ciudadanos con voto y normalmente a través de un partido, escoger nuestros representantes en el Parlamento; es cierto, en fin, que de la relevancia numérica de tales representaciones y de las combinaciones políticas que la necesidad de una mayoría impone, siempre resultará un Gobierno. Todo esto es cierto, pero es igualmente cierto que la posibilidad de acción democrática comienza y acaba ahí. El elector podrá quitar del poder a un Gobierno que no le agrade y poner otro en su lugar, pero su voto no ha tenido, no tiene y nunca tendrá un efecto visible sobre la única fuerza real que gobierna el mundo, y por lo tanto su país y su persona: me refiero, obviamente, al poder económico, en particular a la parte del mismo, siempre en aumento, regida por las empresas multinacionales de acuerdo con estrategias de dominio que nada tienen que ver con aquel bien común al que, por definición, aspira la democracia.

Todos sabemos que así y todo, por una especie de automatismo verbal y mental que no nos deja ver la cruda desnudez de los hechos, seguimos hablando de la democracia como si se tratase de algo vivo y actuante, cuando de ella nos queda poco más que un conjunto de formas ritualizadas, los inocuos pasos y los gestos de una especie de misa laica. Y no nos percatamos, como si para eso no bastase con tener ojos, de que nuestros Gobiernos, esos que para bien o para mal elegimos y de los que somos, por lo tanto, los primeros responsables, se van convirtiendo cada vez más en meros comisarios políticos del poder económico, con la misión objetiva de producir las leyes que convengan a ese poder, para después, envueltas en los dulces de la pertinente publicidad oficial y particular, introducirlas en el mercado social sin suscitar demasiadas protestas, salvo las de ciertas conocidas minorías eternamente descontentas.

¿Qué hacer? De la literatura a la ecología, de la guerra de las galaxias al efecto invernadero, del tratamiento de los residuos a las congestiones de tráfico, todo se discute en este mundo nuestro.

Pero el sistema democrático, como si de un dato definitivamente adquirido se tratase, intocable por naturaleza hasta la consumación de los siglos, ése no se discute. Mas si no estoy equivocado, si no soy incapaz de sumar dos y dos, entonces, entre tantas otras discusiones necesarias o indispensables, urge, antes de que se nos haga demasiado tarde, promover un debate mundial sobre la democracia y las causas de su decadencia, sobre la intervención de los ciudadanos en la vida política y social, sobre las relaciones entre los Estados y el poder económico y financiero mundial, sobre aquello que afirma y aquello que niega la democracia, sobre el derecho a la felicidad y a una existencia digna, sobre las miserias y esperanzas de la humanidad o, hablando con menos retórica, de los simples seres humanos que la componen, uno a uno y todos juntos.

No hay peor engaño que el de quien se engaña a sí mismo. Y así estamos viviendo. No tengo más que decir. O sí, apenas una palabra para pedir un instante de silencio. El campesino de Florencia acaba de subir una vez más a la torre de la iglesia, la campana va a sonar. Oigámosla, por favor.

martes, 17 de agosto de 2010

SOBRE APOLIAR DÍAZ CALLEJAS, EN EL HERALDO

Apolinar Díaz: un luchador infatigable


Por Roberto González A.

El pasado 12 de agosto pasado falleció en Bogotá el reconocido pensador costeño Apolinar Díaz-Callejas. Para quienes conocen la historia política del país en el siglo XX, resulta oportuno recordar el importante papel que jugó en ella este líder liberal nacido en Palmitos (Sucre) hace ochenta y nueve años, quien realizaría su carrera de abogado en la Universidad de Cartagena. Así por ejemplo, siendo un joven abogado, participó en la junta revolucionaria que se tomó el poder en Barrancabermeja, a raíz de los sucesos del 9 de abril de 1948. De Gaitán y López Pumarejo sería admirador de sus ideas y luchas.
Díaz-Callejas hizo parte del gobierno de Carlos Lleras Restrepo, en calidad de gobernador de Sucre y viceministro de Agricultura, periodo en el cual éste encabezaría una importante reforma agraria, tal vez el último intento serio de redistribución de tierras en el país. Sobre este tema escribió un importante libro editado por la Universidad de Cartagena.

A comienzos de los años setenta Apolinar Díaz - Callejas fue senador y presidió el Comité de Solidaridad Colombiano con los exiliados chilenos y extranjeros que llegaron al país huyendo de las persecuciones políticas de la naciente dictadura de Augusto Pinochet. Por estas y otras acciones en solidaridad con la democracia en Chile le fue conferida la Medalla Bernardo O´ Higgins.

Como escribiera recientemente el profesor Guillermo Segovia Mora, Apolinar Díaz - Callejas fue, junto con Diego Montaña Cuéllar, Gerardo Molina, Orlando Fals Borda, Jorge Regueros entre otros, intelectuales y activistas que nos heredaron “su compromiso con las luchas sociales, políticas e ideológicas que se han dado en el país en busca del cambio social”. Fue además, un gran activista del proceso
Contadora, en el cual los países de la región, incluyendo a Colombia, lideraron a comienzos de los años ochenta, una salida concertada a la crisis centroamericana. De este tema publicó el libro Contadora
Desafío al Imperio. Fue columnista de opinión de El Mundo de Medellín, El Tiempo y El Heraldo.

Tuve la fortuna de conocer a este intelectual, miembro de la Academia Colombiana de Historia, Fundador del Comité Permanente para la Defensa de los Derechos Humanos en Colombia, Miembro de la Comisión Andina de Juristas y realizar con su coautoría, el libro Colombia y Cuba, del Distanciamiento a la colaboración (Ediciones Uninorte, 1998). Esta fue una muy grata experiencia pues encontré a un humanista incansable, con una amplia comprensión de la historia social del país y gran vitalidad, a quien hasta ese momento sólo me había aproximado a través de sus libros. Invitado a una conferencia en Barranquilla, en el año 2000, este se deleitaba de su estancia en el Hotel El Prado y de regresar a la ciudad en donde realizó su bachillerato en La Escuela Normal.

Recordamos entonces hoy a Apolinar Díaz-Callejas, por su talante, ideales y principios, y su batalla de vida en procura de construir un país más equitativo y justo.

rogonzal61@yahoo.com

sábado, 31 de julio de 2010

LA HISTORIA, ESA MENTIRA. ARTÍCULO DE JOSÉ FERNANDO FLÓREZ EN SEMANA.COM

La historia, esa mentira

http://www.semana.com/noticias-opinion/historia-mentira/142378.aspx

Por José Fernando Flórez

OPINIÓN

Sigo sin entender qué estamos celebrando: ¿Dos siglos de vergonzosa incapacidad para salir del subdesarrollo y construir un Estado que no dé grima?

Viernes 30 Julio 2010

La entrevista que le hizo SEMANA a Chomsky con motivo de su visita a Colombia para un homenaje que le hicieron los indígenas del Cauca resulta propicia para interrogarse sobre la forma como Latinoamérica construye su “historia”. No me cabe duda de que Noam Abraham Chomsky aún es el pensador vivo más importante del planeta, no porque lo haya dicho The New York Times en 1979 (que bien podría hacer hoy lo mismo con, digamos, Paulo Coelho) sino porque los libros, ensayos y artículos que ha escrito a lo largo de su vida son un oasis de lucidez inigualable en la academia internacional.

Lucidez, primero para la lingüística como ciencia, campo en el cual su aporte fue revolucionario para entender las lenguas como fenómeno natural antes que social, inherente al individuo (gramática generativa). Segundo, para el análisis geopolítico, donde su crítica implacable ha resultado capital para la comprensión del discurso sobre el que se edifica Occidente y el papel internacional de la potencia hegemónica mundial, de la cual es nacional.

En efecto, Chomsky se puede considerar el intelectual más influyente del siglo XX, pero no porque sea brillante (nadie que lo haya leído podría poner con seriedad este hecho en tela de juicio, aunque no esté de acuerdo con él), pues hombres brillantes hay por montones en el mundo. Lo realmente extraordinario de Chomsky es su valentía y su honestidad intelectual de hierro en el terreno del activismo político.

A pesar de ser estadounidense, los estudios que ha realizado sobre la política exterior de su país son de una independencia insobornable, que le ha valido la etiqueta de izquierdista, comunista, enemigo del Estado e incluso anarquista, por parte de sus detractores. Y él mismo se define como anarquista siempre que por anarquismo se entienda el desafío a cualquier forma injustificada de dominación y la actitud de exigencia constante a los titulares del poder político de que legitimen el privilegio de su ejercicio, rindiendo cuenta permanente a los gobernados de la transparencia en su actuación. ¿Acaso se puede no estar de acuerdo con este postulado? Responsabilidad democrática, le dicen en términos modernos.

Gracias a esta actitud “anarquista” es que Chomsky puede decir lo que ningún otro pensador, convirtiendo su obra casi que en un pasaje clandestino de la historia reciente de Estados Unidos (y por ende del mundo); uno que nadie distinto de él en la academia estadounidense se atrevió a contar con tanto valor.

Por esta razón (así muchas veces a sus lectores no nos guste, justamente porque estamos inscritos desde cuando nacimos en el discurso que durante años de dominación nos ha instilado el Establishment, inmersos en su “consentimiento manufacturado”, para ponerlo en términos chomskyanos) se da el lujo de decir en voz alta que Irán está en su derecho de enriquecer uranio para fabricar la bomba atómica, al igual que Israel, Estados Unidos y varios otros países; que la franja de Gaza es “la prisión al aire libre más grande del mundo”; que la guerra preventiva contra Irak es semejante a la que hicieron los nazis; que obligar a Colombia a fumigar los cultivos de cocaína equivaldría a forzar a Estados Unidos a fumigar los de tabaco en Carolina del Norte, con la salvedad de que el cigarrillo mata más personas por año; que la “ayuda militar” de Estados Unidos estadísticamente sólo aumenta la violencia para su “beneficiario”; que este mismo país robó parte de Colombia (Panamá) y es el mayor terrorista de la historia…

La historia. ¿Qué es la historia? Un discurso, en el mejor de los casos. Una fábula, si miramos los textos con que nos la enseñan en los colegios. Hay un libro memorable de James Loewen al respecto: Lies My Teacher Told Me (Las mentiras que mi profesor me dijo). Así es como nos cuentan la historia, en forma falsaria: en blanco y negro, ni siquiera en claroscuro, sino excluyendo de tajo todos los colores intermedios de la paleta. Disfrazada con fórmulas planas donde sólo hay buenos y malos, mediante juicios carentes de matices y sentido crítico, sin problematizar los acontecimientos más importantes, que siempre son los más complejos.

La revolución francesa, por ejemplo, según la mayoría de libros de historia, marcó el paso hacia la modernidad política, la derrota de la monarquía y el triunfo de la república (antecedente inmediato de la democracia). Sin embargo, tanto los móviles como las causas reales de esta crucial transformación distaron de ser la lucha por la libertad, la igualdad y la fraternidad. Y mejor ni hablar de los gestores del cambio. Baste con revisar la Terreur de Robespierre.

Siguiendo con Francia, algunos historiadores sostienen con argumentos sólidos que durante la Segunda Guerra Mundial el régimen colaboracionista de Vichy, encabezado por el mariscal Pétain, salvó millones de vidas francesas. A pesar de lo cual éste pasó a “la historia” como vergüenza y villano, mientras su enemigo público (y antiguo protegido), el general Charles de Gaulle, lo hizo como el héroe nacional más importante del siglo. No digo que haya que darle medallas póstumas a Pétain, sólo que salvó muchas vidas.

Pero no vayamos tan lejos. El “descubrimiento” y la “conquista” de América son dos lindos eufemismos para designar lo que en realidad fue, el primero, la consecuencia fortuita de la impericia para la navegación de los españoles; y la segunda, el genocidio de los amerindios, seguido del saqueo y la explotación de lo que quedó de los pueblos nativos de un continente entero, conocida como “colonia”.

Fiesta del bicentenario de independencia de la Corona española. Bolívar, Santander y demás próceres en cuyas vidas personales es mejor no esculcar para evitar palidecer, pero que nos liberaron del yugo español. Para someternos al del subdesarrollo. Sigo sin entender qué estamos celebrando: ¿Dos siglos de vergonzosa incapacidad para construir un Estado que no dé grima: uno que se gobierne por sí mismo en lugar de hacerlo por los intereses que terceros Estados le imponen, donde la política sea la administración del interés general por los más preparados y no un vulgar negocio reservado a los más inescrupulosos?

La historia la escriben los vencedores, a quienes por lo general no les gusta que se sepa cómo ganaron. Es además el mayor premio o castigo para los poderosos: la forma como se les recuerda. Esto explica la angustia del Presidente saliente porque se cuide su legado, es decir, su imagen para la posteridad. En especial ahora que está en el centro de una investigación judicial escandalosa.

Luce nervioso, aunque ya no sólo por cómo juzgaran su gobierno los libros de historia, sino eventualmente los jueces de la República. De ahí que reaccione a las carreras, en medio de la cuenta regresiva, reinventando escándalos diplomáticos viejos para elevar cortinas de humo sobre lo esencial: que la olla podrida de corrupción que deja tras de sí se la destaparon en la cara justo antes de que pudiera escapar de la cocina. Y en su despedida errática sólo atina a pedir perdón, apelando a la conmiseración (e ingenuidad) de los colombianos porque, según dice, toda la corrupción y el mal que hizo su gobierno fue “por servir a Colombia”.

Seguramente, muchos historiadores lo absolverán, y contarán conmovedoras ficciones con pomposos nombres propios: seguridad democrática, confianza inversionista, cohesión social. En lo que a mí respecta, el próximo 7 de agosto se acaba el peor (y el más largo) gobierno si no de la historia de Colombia, sí de la que me correspondió vivir de cerca.

lunes, 3 de mayo de 2010

DIAGNÓSTICO DE LAS VIOLENCIAS, TEXTO DE GREGORIOS PECES-BARBA MARTÍNEZ

Diagnóstico de las violencias

GREGORIO PECES-BARBA

Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid.

EL PAIS-Madrid

01/05/2010

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Sólo es justa la violencia racionalizada que monopoliza la fuerza legítima del poder político democrático que es además proporcionada y moderada. Las demás violencias, incluido el monopolio de la fuerza en otras formas de poder político no democrático no son legítimas. Son rechazables, denunciables y condenables. Desde la opinión pública, desde los medios de comunicación, desde las instancias internacionales y desde los poderes democráticos hay que estar alerta, publicar las denuncias de las violencias y combatirlas sin descanso. Las fuentes intelectuales, y los motores de todas esas formas de violencia se impulsan desde el fanatismo, el realismo y el fatalismo. Son la expresión de mentalidades cerradas, de sociedades herméticas que sólo creen en su verdad y se consideran poseedoras de la única respuesta correcta. Generan conflicto y violencia, desde una perspectiva excesiva y patológica de una concepción del bien o de una filosofía comprensiva. Desde la concepción del bien, y el mejor ejemplo es la Iglesia católica institucional en países como España, se trata de convertir a la ética de sus creyentes en la ética pública y común de todos los ciudadanos. Cuando se trata de una filosofía comprensiva incompatible como el fascismo o el comunismo es pretender convertir a sus ideas en únicas y exclusivas de todos los ciudadanos como militantes de sus excesos, identificando militantes y creyentes e impidiendo la libertad de conciencia.